El tiempo vuela. Ya son las 10:00 a.m. y suena la campana del Centro de Educación Básica La Esperanza en Intibucá, Honduras. Llegó la hora de la merienda escolar y una sonrisa se dibuja en los rostros de los niños de primer grado. Todos caminan hacia la cocina para hacer fila y recibir los alimentos preparados por madres voluntarias de la escuela.
Entre los estudiantes se encuentra, Sofía Méndez Mateo, de seis años, quien junto a otros 144 compañeros se alimenta todos los días con una mezcla de soya y maíz, llamada en Honduras CSB, a la cual las madres añaden leche y canela para darle un delicioso sabor. Esta singular bebida viene a ser uno de los principales alimentos que reciben los estudiantes para superar la desnutrición.
La mayoría de los niños de este centro educativo vienen de hogares rurales que viven por debajo de la línea de pobreza y no pueden tener una alimentación apropiada para su edad. Según la FAO, en Honduras, el 45,6% de las personas padecen inseguridad alimentaria y el 23% de los menores de cinco años sufren desnutrición crónica.
Es por esto que Sofía y sus compañeros disfrutan tanto su merienda escolar sentados afuera del salón de clases. Para muchos de ellos, puede ser la única comida del día o la más completa. Una vez termina de comer, Sofía toma sus cuadernos y lápices de colores para retomar el resto de las clases con energía. De hecho, ella se muestra muy ágil y atenta, por lo que así también ayuda a su maestra a hacer dictados a sus compañeros, una vez termina sus tareas en clase.
Gracias a la alimentación que recibe en su escuela, con el apoyo del Programa Internacional Alimentos para la Educación y Nutrición Infantil McGovern Dole, Sofía y sus compañeros ya no se ven débiles y soñolientos en clase. De hecho, a su corta edad, ya identifican palabras y crean oraciones cortas, todas habilidades acordes con el avance académico de los niños de su edad.
“Mis materias favoritas son español y matemáticas. Me gustaría algún día ser maestra o ser ingeniera”, comenta con entusiasmo esta pequeña niña, quien también ayuda en los quehaceres del hogar cuando llega a su casa, donde vive con su madre, María Pascuala, y su hermano Nery Steven.
El programa de alimentación escolar en el que participa Sofía también brinda raciones de alimentos para que los estudiantes lleven a sus hogares. Así, las familias que no cuentan con suficiente comida pueden acceder a una dieta nutritiva.
Al mediodía, las campanas vuelven a sonar y durante el último recreo Sofía y sus compañeros reciben un almuerzo que combina arroz, frijol y tortilla y, a veces, otros ingredientes que las mismas madres agregan al menú, como vegetales de sus propias parcelas.
“A mí me gusta la comida que cocinan la mamás aquí en la escuela. Mi favorita es cuando nos dan frijoles, espaguetis y tortilla. También me dan una lechita de merienda”, dice Sofía sonriente.
Al final de la jornada, los niños alegres juegan en un deslizadero, mientras Sofía y sus amigas ríen y disfrutan antes de emprender el camino a casa. Para ella, estos han sido años muy difíciles. Durante la pandemia vivió la furia de la naturaleza, cuando dos huracanes destruyeron parte de su casa y los cultivos de su familia. Por eso, su padre se vio obligado a emigrar a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades para poder reconstruir su vivienda y proveerles alimentos.
“Ella no quiere hablar con el papá (por el teléfono), se pone como triste, porque ya está más grandecita y entiende más. Él le habla y le dice que la quiere sacar adelante para que estudie”, cuenta su madre.
A pesar de las dificultades, la sonrisa de Sofía es difícil de borrar. Terminadas las tareas escolares, corre a casa de sus primas para jugar a las muñecas. Algún día, esa alegría la trasmitirá a las nuevas generaciones cuando, con educación y alimentación nutritiva, su sueño de ser ingeniera se logre cumplir.